Por Pedro Cornejo
La situación actual del país ha desbordado los límites de lo tolerable. Se profundiza la fragmentación del tejido social, se consolida el odio como herramienta política y se impone el miedo como método de control. No hay espacio para el disenso, la crítica se criminaliza, y la política –que debería ser espacio para convivir y construir– ha sido capturada por quienes solo entienden el poder como dominación. Frente a ello, urge repensar la estrategia, el lenguaje y la acción del progresismo, de las izquierdas y de todas las fuerzas democráticas. No podemos seguir actuando como si nada hubiera cambiado, porque todo ha cambiado.
El gobierno actual no busca gobernar para todos. Se sostiene sobre una narrativa de guerra: contra el crimen, contra el narcotráfico, contra la corrupción. Pero en su aplicación concreta, esa narrativa se transforma en una persecución selectiva, una vigilancia constante, una criminalización del pensamiento distinto. Las leyes que se promueven apuntan más al silenciamiento que a la seguridad; se persigue más a la disidencia que al delito; se justifica la represión con discursos de orden, y se otorga el rol de salvador al capital privado, dejando al Estado en una función cada vez más mínima, más controlada, más subyugada.
Hoy, el Estado de Derecho está siendo reemplazado por un Estado de mercado. Los derechos son relativizados; la democracia, vaciada de contenido; las instituciones, cooptadas. La Corte Constitucional es objeto de ataques sistemáticos, la Fiscalía opera como brazo político del Ejecutivo, y la justicia se administra bajo consigna. Mientras tanto, los medios de comunicación difunden sin pudor el relato oficial, ocultando violaciones, justificaciones absurdas y estrategias autoritarias. En este contexto, los progresismos no pueden responder con tibieza ni con fórmulas agotadas. Es momento de actuar con sentido, dirección y convicción.
- Estado de bienestar y derechos
Radicalizar el discurso no es gritar más fuerte, sino hablar con claridad de lo que está en juego: los derechos conquistados por mujeres, pueblos, trabajadores, juventudes y comunidades. El neoliberalismo autoritario pretende barrer con décadas de avances, y solo una acción firme y articulada podrá evitarlo. No se trata de nostalgia, sino de justicia: defender lo público, el acceso a servicios básicos, la justicia social y ambiental, el trabajo digno, la equidad y la diversidad como ejes de la vida democrática.
- Democracia, institucionalidad y estabilidad democrática
La dictadura de hoy no se viste con uniforme, pero actúa con la lógica del miedo y la excepción permanente. Urge una ofensiva política que denuncie el secuestro institucional y promueva una agenda de democratización real: del poder judicial, de los medios, del propio Estado. La descentralización y la autonomía de los gobiernos locales deben fortalecerse, no asfixiarse. La acción parlamentaria debe ser combativa, pero también propositiva, capaz de construir sentido, alianzas y caminos de recuperación democrática.
- Resistencia a la persecución y defensa de la cohesión social
El Estado debe proteger, no vigilar. Cuando se crean listas negras, cuando se criminaliza la protesta, cuando desaparecen voces o cuerpos, no estamos ante fallas del sistema, sino ante un régimen de excepción permanente. Frente a ello, se necesita organización, movilización y una vigilancia activa de la ciudadanía. No podemos normalizar lo que nos deshumaniza, ni callar frente al abuso institucional. No hay garantías sin control social, sin transparencia, sin independencia real.
- Soberanía y lucha anti fascista
Nuestra soberanía no puede ser moneda de cambio de ninguna geopolítica. Mientras el mundo se reconfigura entre múltiples bloques y resistencias al poder unipolar, Ecuador es arrastrado a un alineamiento ciego con los intereses estadounidenses. Esto tiene consecuencias: se limita nuestra capacidad de decisión, se militariza el país, se justifica la violencia contra pueblos que resisten. Por eso, defender la paz, la autodeterminación y la cooperación entre pueblos no es una consigna vacía, sino un acto de dignidad frente al autoritarismo global.
- Unidad y proyecto común
Hoy más que nunca la unidad no es una opción: es una necesidad vital. No se puede enfrentar esta ofensiva fragmentados, con discursos aislados, con egos que dividen o cálculos que paralizan. El progresismo y la izquierda deben encontrarse en un proyecto común, que combine claridad política, potencia territorial y vocación de futuro. Unidad no es uniformidad: es la construcción de un nosotros capaz de aprender, movilizar, liderar e inspirar. Y es también una ética: no basta con resistir, hay que hacerlo bien, con responsabilidad, con sentido histórico y con el deber moral de ofrecer dirección.
La política debe volver a ser una escuela de vida común. En medio de esta crisis civilizatoria, debemos revalorizarla como el arte de convivir en la diferencia, de transformar en colectivo lo que nos duele en lo individual, de actuar no desde el miedo, sino desde la esperanza organizada. Estamos en un momento fundacional. Lo que hagamos ahora no solo determinará nuestra sobrevivencia democrática, sino el tipo de país que dejaremos a las próximas generaciones. No se trata solo de ganar elecciones, sino de recuperar el sentido de lo común, el coraje de la palabra y la fuerza de la acción colectiva.